Las olas me revuelcan en la arena, mi vista se turbia ante la sal que entra por mis ojos. Ya no estás y no te encuentro. Ahora solo queda tu recuerdo, de nuevo. Y todo pierde sentido, hasta la fruta más dulce se vuelven amarga ante el toque de un poeta abandonado.
No reconozco el lugar donde el mar me devolvió con gentileza, siendo sarcástico y riendo de mi torpeza de niño enamorado, inexperto y volátil. Es un pueblo. Casas de piedra cubren el paisaje, casa solas y tristes, grises y gastadas. Camino hacia él con mis ropas mojadas, como recuerdo de respeto, del dolor. Desgastado como una estátua de Sal, la que era la más hermosa y ahora poco a poco se va.
Al llegar a la plaza central encuentro a un anciano sentado en el centro del círculo, está ciego por lo que veo pero me mira fijamente y me parece conocido. Y hablé y el escuchaba. Y le pregunté y el sabía, pero ya nada importaba, porque siento que ya no existo y no sé quién es el que soy ahora. Y habló en un idioma que no conozco aún. Y me dijo cosas que me hicieron recordar. Ahora, años en el tiempo, estoy ciego sentado en una plaza, era yo ese anciano, ahora todo lo escucho, todo lo veo.
De pronto despertamos, siempre nos perdemos en nuestras historias. Me doy cuenta que sigues conmigo y sigo siendo el mismo que comenzó a jugar. Rodeado de Mariposas con colores y en cada ala una leyenda que dicta: Es un juego nada más, un juego más en la eternidad
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